Cuando el personaje que representas debe dudar entre hacer y no hacer, te tienes que imaginar en el medio de una cuerda floja: a un lado, la plataforma sujeta al suelo de los pros; al otro, la de los contras. Y abajo, la nada, el vacío, el final, la eternidad. Tienes que sentir que los pros y los contras te están llamando hacia su aparente equilibrio. Escúchalos. ¿Ya los oyes? ¿Cuáles gritan más? Notas detrás del oído cómo te late el corazón, y con cada pulso, una nueva pulsión, hacia un lado o hacia el otro. Por fin, te decides. Inclina el peso hacia el lado que resuena más fuerte en tu cabeza. Levanta el pie más alejado de tu destino. Eleva los brazos, que parezca que planearían por ti si ese pie te fallara. Úsalos como el final del péndulo que es tu cuerpo hasta que el pie levantado finalice el paso hacia el lado que está tirando de ti. ¿Aún lo escuchas? ¿Te sigue clamando con fuerzas renovadas ahora que le haces caso? ¿O acaso, al ver que te dirigías hacia él, se ha confiado, se ha calmado, ha empezado a descansar hasta que vuelvan tus dudas? Y el otro, ¿se ha dado por vencido al ver cómo te alejas, o, al contrario, se desgañita con rabia, te pide que le mires, que vuelvas hacia atrás? Y tú, ¿hacia dónde vas ahora?
Será decisión
tuya lo que haga tu personaje, pero sin este juego interno ningún observador te
verá dudar. Te verá hacer que dudas. Y eso no funciona ya en el siglo XXI,
porque nos hemos atiborrado de malas interpretaciones en series siesteras y
películas estrenadas directamente en televisión.
A quienes hacen
que hacen se les notará especialmente cuando se interpretan a sí mismos si ya los
has visto hacer en situaciones orgánicas. Digamos, por ejemplo, que en
situaciones orgánicas dudan porque no saben cómo decirte que te van a despedir.
En situaciones precocinadas se notará que hacen que dudan de si deberían decir
algo y cómo hacerlo.
Pero siempre que
interpretes a un personaje, tienes que conocer su motivación interna. Qué es lo
que le mueve a la acción. La razón por la cual disparará una pistola en el
tercer acto tiene que mover al personaje desde antes de que salga al escenario.
Cada frase, acción o movimiento tiene que estar justificada en la razón última.
Así que, cuando vivas el personaje tienes que saber por qué dijiste eso. ¿Qué
ha entendido tu espectador sobre ti dado aquello que dijiste?
Entenderá que lo
dijiste esperando una reacción de tu público: si es positiva, adelante,
dirígete a la acción (o, alternativamente, refuerza tu ego sabiendo que la
acción sería bien recibida). Si es negativa, busca la compasión, ejercita el victimismo,
di que es broma o mentira.
Yo he sido en
esta ficción de la mirada masculina la maga Magalí Guerra, la excusa que Lucas necesitaba
o bien vengarse o bien volver a un momento anterior a las decisiones, cuando las
alternativas eran probables en la báscula, los errores pesaban menos que la
atracción de la incertidumbre, o bien salir de la repetición de doce años de
rutinas idénticas, de comer en casa de los padres de otra persona, de hablar en
plural y cuadrar las agendas para las vacaciones. Pero esa no es la Guerra. La Guerra
no existe. La Guerra es una fantasía masculina creada con golosinas de la
realidad y adornada con cuatro milenios de historias de poder desigual entre
una mitad y otra y frenada por una mitad nueva que despierta y se reinventa.
Una mejor elección
de las palabras hubiese reducido a la mitad el total de las mentiras.
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