Estaba yo con mis habituales pintas de sábado por la mañana (la coleta, las mayas grises y la camiseta recortada a fin de que se me vea el ombligo) en la sala de danza, rodeada de espejos que te recuerdan una y otra vez que no tienes los pies paralelos ni las rodillas ligeramente flexionadas ni la pelvis colocada ni la espalda recta ni los hombros bajos, que ni sabes hacer ni un péndulo en condiciones; cuando he comprendido, por fin, a lo que se refiere Paloma en La elegancia del erizo.
He visto como mi querida profesora, que a pesar de que el espejo puede reprocharle muchos más michelines y agujeros de celulitis que a mí, en un momento de inspiración propia, sin acordarse de que tiene alumnas principiantes a las que aleccionar sobre estúpidos pasos con velo, comenzaba haciendo ochos horizontales y poco a poco lo transformaba en una especie de camello transversal.
Me siento incapaz de describirlo, pero ha sido realmente alucinante. Ha levantado los brazos de tal manera que ha convertido su velo, blanco, en una especie de crisálida translúcida tras de la cual se intuía perfectamente el movimiento de sus poco marcados huesos pélvicos.
No ha durado más que un par de compases. Y, sí, claro que he intentado imitarla. Para eso existen los espejos, para decirme que necesito más práctica (y más carnes) si quiero que parezca en algún momento que ejecuto un paso así y no que simplemente necesitaba cambiar el peso de una pierna a otra.
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